Se cumplen 125 años de lo que se considera el inicio de la Doctrina Social de la Iglesia. El 15 de mayo de 1891 el papa León XIII publicaba la encíclica Rerum novarum, sobre la situación de los obreros. Su contexto era el de un liberalismo radical y una expansión industrial capitalista que degradaron hasta el extremo las condiciones laborales y de vida de las familias trabajadoras. En esa situación, el Papa hacía un planteamiento fundamental sobre el trabajo humano: «A nadie le está permitido violar impunemente la dignidad humana, de la que Dios mismo dispone con gran reverencia; ni ponerle trabas en la marcha hacia su perfeccionamiento» (RN 30).
Un año antes, en 1890, tal y como se había decidido en el Congreso
Internacional Socialista Obrero de París de julio de 1889, se convocó
por primera vez la celebración internacional del 1º de Mayo, cuya
reivindicación central era la jornada laboral de ocho horas. El éxito de
las manifestaciones hizo que las organizaciones obreras decidieran dar
continuidad a esta cita anual. Con el tiempo, el 1º de Mayo se convierte
en un símbolo de la lucha y solidaridad de los trabajadores y las
trabajadoras por el reconocimiento de su derecho a ser y a vivir
dignamente. En la tradición obrera las «ocho horas de trabajo, ocho
horas de descanso y ocho horas de formación», representaban «vuestro
reingreso en la vida humana, la libertad de cumplir vuestros deberes
hacia vosotros y hacia vuestra clase».
Si recordamos estos dos hechos es porque ambos apuntan hacia algo
esencial que hay que subrayar: el trabajo es una necesidad radical del
ser humano, vinculada a la dignidad de la persona; para ser y vivir es
necesario un trabajo digno. Como dijo el papa Francisco en el Parlamento
Europeo en noviembre de 2014, «es necesario sobre todo volver a dar
dignidad al trabajo, garantizando también las condiciones adecuadas para
su desarrollo». De la mano de un neoliberalismo tan fundamentalista
como el del siglo XIX, que cree poder violar impunemente la dignidad
humana, y de una cultura profundamente individualista y consumista,
hemos sucumbido a una «idolatría del dinero» que mata, en palabras del
Papa, porque lo somete todo a la rentabilidad económica, convirtiéndolo
en producto de «usar y tirar», incluidas las personas. Las cada vez más
precarias condiciones de trabajo son una de sus consecuencias más
devastadoras para las personas, las familias y la sociedad. El trabajo
está sometido a una esclavitud economicista que lo degrada, degradando
con ello nuestra humanidad.
Necesitamos liberar el trabajo de esa esclavitud, pero la respuesta
no vendrá mágicamente de la mano del crecimiento económico; menos aún
por el camino del empleo en las condiciones que sea. Solo encontraremos
una respuesta humana si buscamos caminos para «devolver la dignidad al
trabajo» y para un trabajo digno y con sentido humano. Para ello es
imprescindible repensar en profundidad el sentido que damos al trabajo.
No puede ser un instrumento para la rentabilidad económica al ser una
necesidad de las personas para vivir dignamente, desarrollar su
humanidad y construir una sociedad justa y solidaria. Por eso, el empeño
social fundamental debería ser que «todos puedan poner sus capacidades
al servicio de los demás» para «contribuir al desarrollo de las personas
y de la sociedad» (ISP 32). Esto implica y exige empleo en condiciones
dignas y que la economía esté al servicio del trabajo y no lo contrario.
El trabajo es «una necesidad, parte del sentido de la vida en esta
tierra, camino de maduración, de desarrollo humano y de realización
personal» (LS 128). El empeño para que el trabajo pueda ser «proyecto de
humanización» es esencial para la vida digna de las personas y para una
sociedad decente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario